¿Y JUSTICIA PARA TODOS?
(Publicado en El Correo Canadiense)
Por Sergio Granillo
En 1979 se estrenó en los Estados Unidos una película de Norman Jewison, titulada “…And Justice for All” (Y Justicia para todos), protagonizada por Al Pacino; es la historia de un abogado criminalista de Maryland que defiende al “prestigioso e implacable” juez Fleming, detenido por golpear y violar a una muchacha, a cambio de que él reconsidere el caso de un cliente encarcelado injustamente.
El título de la película y la truculenta trama me resultan muy adecuadas para abordar el tan debatido tema del matrimonio gay, recientemente reconocido en Canadá.
En una charla de sobremesa, un amigo me dijo, “está bien, que legalicen la unión de homosexuales, pero que no le llamen ‘matrimonio’, eso es contra de nuestras tradiciones y nuestra religión”…
Curiosamente, el asunto del “matrimonio”, que viene acompañado ya hace tiempo de su “cláusula de salida”, el divorcio, han sido objeto de disputa entre el Vaticano y la Corona Inglesa.
De acuerdo con muchos historiadores, en 1531, Enrique VIII rompió con la Iglesia Católica para fundar la Iglesia Anglicana, por estricta conveniencia personal, pues el monarca británico quería divorciarse de Catalina de Aragón, por no haberle dado hijos, para casarse con Ana Bolena; y como la Iglesia Católica no lo admite, creó su propia iglesia, que sí lo permite.
En el Concilio de Trento, el Papa Pío IV (1563) se hace referencia al sacramento del matrimonio, seguida de doce “anatemas” y un decreto de reforma del matrimonio, cuya principal novedad era el requisito de que el matrimonio entre católicos se celebrase ante el párroco y se evitasen de este modo los llamados “matrimonios clandestinos”. (Biblioteca Jurídica Virtual de la UNAM)
Hace 442 años la Iglesia Católica se enfrentó a un problema social, los matrimonios clandestinos, refiriéndose a la unión entre un hombre y una mujer. A fin de cuentas, algo que sucede de manera natural, la unión de dos personas que desean compartir su vida, ha sido un asunto privado que la Iglesia y el Estado han querido invadir y manipular.
El texto citado sobre el Concilio de Trento, al referirse a “matrimonios clandestinos”, nos hace pensar cómo en el pasado, la unión de un hombre y una mujer era considerada como oscuro e ilegítimo, contra las buenas costumbres, ¡si no era declarado ante un párroco!
El matrimonio gay debería verse en dos vertientes, la cuestión legal y la tradición religiosa.
En la cuestión legal, si dos personas del mismo sexo deseaban efectuar este contrato civil llamado “matrimonio” -que pareciera hacer enfatizar la cuestión de los bienes materiales-, no podían hacerlo; la ley haciendo tal excepción, no era justa para todos, ¿cierto?
Y haciendo justicia, fue mi amigo y colega, quien me hizo ver con claridad una diferencia básica en este debate, hay que separar la cuestión religiosa de la legal, es decir, los legisladores hacen bien en crear la figura de la unión legal entre dos personas del mismo sexo, para cuestión de alcanzar metas comunes, ver uno por el otro, compartir bienes, etc.
¡El problema está en la terminología!
El término “matrimonio”, contrario a lo que se piensa, no es de origen eclesiástico, sino que proviene del derecho romano (pagano), de la figura del “matrimonium” (derecho de la madre), que peleaban las mujeres para poder tener hijos dentro de la legalidad. Los diccionarios ya reconocen en su definición la acepción de “matrimonio homosexual”, figura legal reconocida en algunos países europeos, algunas ciudades de Estados Unidos, y, a partir del 29 de junio de 2005, en Canadá (Wikipedia).
Justo es, correcto no, el asunto del matrimonio gay. Ahora en Canadá se devolvió la igualad de todos ante la ley, quizá no debería llamarse “matrimonio”, en defensa de las tradiciones religiosas; pero la historia nos muestra que no hay nada nuevo bajo el sol.
A fin de cuentas, la unión entre dos personas no debería ser sancionada por el Estado, que lo hace para proteger la equidad entre ambas, pues ciertamente el matrimonio infiere el sometimiento de una persona a otra (tradicionalmente, de la mujer al marido), y las leyes tratan de salvaguardar los derechos individuales de ambos contrayentes a este pesado yugo legal.
Por Sergio Granillo
En 1979 se estrenó en los Estados Unidos una película de Norman Jewison, titulada “…And Justice for All” (Y Justicia para todos), protagonizada por Al Pacino; es la historia de un abogado criminalista de Maryland que defiende al “prestigioso e implacable” juez Fleming, detenido por golpear y violar a una muchacha, a cambio de que él reconsidere el caso de un cliente encarcelado injustamente.
El título de la película y la truculenta trama me resultan muy adecuadas para abordar el tan debatido tema del matrimonio gay, recientemente reconocido en Canadá.
En una charla de sobremesa, un amigo me dijo, “está bien, que legalicen la unión de homosexuales, pero que no le llamen ‘matrimonio’, eso es contra de nuestras tradiciones y nuestra religión”…
Curiosamente, el asunto del “matrimonio”, que viene acompañado ya hace tiempo de su “cláusula de salida”, el divorcio, han sido objeto de disputa entre el Vaticano y la Corona Inglesa.
De acuerdo con muchos historiadores, en 1531, Enrique VIII rompió con la Iglesia Católica para fundar la Iglesia Anglicana, por estricta conveniencia personal, pues el monarca británico quería divorciarse de Catalina de Aragón, por no haberle dado hijos, para casarse con Ana Bolena; y como la Iglesia Católica no lo admite, creó su propia iglesia, que sí lo permite.
En el Concilio de Trento, el Papa Pío IV (1563) se hace referencia al sacramento del matrimonio, seguida de doce “anatemas” y un decreto de reforma del matrimonio, cuya principal novedad era el requisito de que el matrimonio entre católicos se celebrase ante el párroco y se evitasen de este modo los llamados “matrimonios clandestinos”. (Biblioteca Jurídica Virtual de la UNAM)
Hace 442 años la Iglesia Católica se enfrentó a un problema social, los matrimonios clandestinos, refiriéndose a la unión entre un hombre y una mujer. A fin de cuentas, algo que sucede de manera natural, la unión de dos personas que desean compartir su vida, ha sido un asunto privado que la Iglesia y el Estado han querido invadir y manipular.
El texto citado sobre el Concilio de Trento, al referirse a “matrimonios clandestinos”, nos hace pensar cómo en el pasado, la unión de un hombre y una mujer era considerada como oscuro e ilegítimo, contra las buenas costumbres, ¡si no era declarado ante un párroco!
El matrimonio gay debería verse en dos vertientes, la cuestión legal y la tradición religiosa.
En la cuestión legal, si dos personas del mismo sexo deseaban efectuar este contrato civil llamado “matrimonio” -que pareciera hacer enfatizar la cuestión de los bienes materiales-, no podían hacerlo; la ley haciendo tal excepción, no era justa para todos, ¿cierto?
Y haciendo justicia, fue mi amigo y colega, quien me hizo ver con claridad una diferencia básica en este debate, hay que separar la cuestión religiosa de la legal, es decir, los legisladores hacen bien en crear la figura de la unión legal entre dos personas del mismo sexo, para cuestión de alcanzar metas comunes, ver uno por el otro, compartir bienes, etc.
¡El problema está en la terminología!
El término “matrimonio”, contrario a lo que se piensa, no es de origen eclesiástico, sino que proviene del derecho romano (pagano), de la figura del “matrimonium” (derecho de la madre), que peleaban las mujeres para poder tener hijos dentro de la legalidad. Los diccionarios ya reconocen en su definición la acepción de “matrimonio homosexual”, figura legal reconocida en algunos países europeos, algunas ciudades de Estados Unidos, y, a partir del 29 de junio de 2005, en Canadá (Wikipedia).
Justo es, correcto no, el asunto del matrimonio gay. Ahora en Canadá se devolvió la igualad de todos ante la ley, quizá no debería llamarse “matrimonio”, en defensa de las tradiciones religiosas; pero la historia nos muestra que no hay nada nuevo bajo el sol.
A fin de cuentas, la unión entre dos personas no debería ser sancionada por el Estado, que lo hace para proteger la equidad entre ambas, pues ciertamente el matrimonio infiere el sometimiento de una persona a otra (tradicionalmente, de la mujer al marido), y las leyes tratan de salvaguardar los derechos individuales de ambos contrayentes a este pesado yugo legal.
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